A contracorrienteOpinión

Lo que de verdad importa

El país lleva una temporada debatiendo temas a cuál más intrascendente. Empezó por qué hacer con los restos de Franco, enterrado hace 43 años, y siguió con otros de quizá de algo más de enjundia: la copia, falsificación o inexistencia de masters y tesis doctorales, por una parte, y la reforma limitada de la Constitución, por otra, sin explicar en qué consisten los aforamientos de políticos, por qué se producen y qué garantías ofrecen a los ciudadanos.

En ésas estamos, en las meras formas: en antiguallas que llevan existiendo más años que el copón y que, de repente, adquieren una extraña perentoriedad, como si constituyeran lo más importante de nuestra vida cotidiana y condicionasen nuestro futuro.

Gracias a esos florilegios políticos, a esas salvas doctrinales que ocupan y preocupan a las neuronas del personal, resulta que apenas si prestamos atención a lo que sí está pasando hoy día y que nos puede llevar a una existencia más precaria que la actual: la destrucción económica del país.

Resulta que, con mucho esfuerzo de todo el mundo y especial sacrificio de unos cuantos desfavorecidos, habíamos conseguido enderezar de nuevo un bienestar quebrado en 2008. Y, de repente, volvemos a encontrarnos inesperadamente al borde del abismo: en el último trimestre el paro ha crecido como nunca, por primera vez las tasas turísticas caen de forma sostenida y alarmante, aparecen nuevos y variados impuestos autonómicos y estatales, como el del diésel, la doble tributación no es una fábula y, mientras crece el gasto  improductivo, aumenta el déficit fiscal, la deuda pública y el anuncio de mayores gravámenes confiscatorios.

Nadie parece preocuparse por ello. Tampoco ocurrió en la Venezuela de Chávez, asesorada, curiosamente, por los mismos que empujan aquí a Pedro Sánchez hacia el precipicio. Avisados estamos.