La perversión del lenguaje
El lenguaje hace tiempo que ha dejado de ser algo neutro y descriptivo para convertirse en un arma de destrucción masiva.
Antes, por ejemplo, la tolerancia era una virtud que, según el diccionario, consiste en el “respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”.
Ahora, en cambio, lo que se predica es la intolerancia o, para ser más finos, la “tolerancia cero”. Con lo que sea. Con lo último que le venga en ganas al inquisidor de turno. No se propone la justicia, la equidad o la apropiada reparación de culpas, cuando las hubiere, sino la simple aniquilación del presunto transgresor.
Estamos, además, en la moda de lo “políticamente correcto”, con lo que hay que tener un cuidado de mil diablos con lo que se dice, no vaya uno a ser tildado de “fascista” o, más recientemente, de “franquista”, como si esto último fuese algo actual y la gente supiera qué demonios era aquello del franquismo.
Es que, entre otras cosas, el lenguaje no mide con el mismo rasero unas actitudes que otras, unas ideologías o sus opuestas. Por ejemplo, cualquier medio de comunicación califica hoy día de “ultraconservador” al Gobierno del húngaro Viktor Orbán o al líder polaco Jaroslaw Kaczynski, pero no llama “ultrarrevolucionario” al régimen del venezolano Maduro, al castrista o al del belicista Kim Jong-un.
Por esa misma asimetría léxica, los propulsores de la autoproclamada “República Catalana” se declaran “independentistas” o “soberanistas”, pero nunca utilizan la más precisa y menos aséptica denominación de “secesionistas” o “separatistas”, que es lo suyo.
Para que luego digan que el lenguaje no es perverso.