El derecho a disentir
Vivimos en un mundo hipertrofiado de derechos. Hasta en los controles de seguridad aeroportuarios nos piden disculpas por hacernos quitar el cinturón, en vez de abroncarnos, como antes. También echar a los okupas de un edificio que han tomado por la brava cuesta un huevo.
Tenemos derecho a la enseñanza, a la salud, a prestaciones sociales de esto y de lo otro, a hablar a voz en grito por el móvil mientras otros viajeros intentan dormir en el tren,… Bueno, tenemos derecho a casi todo, porque lo que no podemos hacer es disentir del pensamiento oficialmente establecido, de lo políticamente correcto, de la moral progre imperante. Si lo intentamos, somos tachados en seguida de fachas, franquistas, retrógrados o cosas peores.
No me refiero ya al pin parental que se ha puesto de moda y que es opinable como todo, ni al ahora obligado lenguaje inclusivo, ni a las únicas actitudes aceptadas como correctas respecto al cambio climático, la ideología de género y hasta la política fiscal. Hablo, simplemente, del derecho a pensar uno por sí mismo, sea cual fuere su opinión o su discurso.
Eso, que lo teníamos severamente prohibido durante el franquismo, que para eso nos decía lo que era correcto y lo que no, con graves condenas para imponerlo, se está convirtiendo en norma no escrita del poder imperante, con descalificaciones e insultos, apabullamiento mediático, prohibiciones, manifestaciones vociferantes y, ¡ah, paradoja! la calificación de intolerante, violento y fomentador del odio de quien simplemente quiere ejercer su libertad.
Fíjense. Los que padecimos y disentimos del franquismo ahora sólo queremos ejercer nuestro pacífico derecho a disentir. Ya ven con qué poco nos conformamos.