El faro eterno, Santiago Grisolía
Un faro ilumina en mitad de la oscuridad. Un faro proporciona seguridad ante cualquier tempestad. Un faro siempre está ahí: irradiando luz, confianza, serenidad. Eso ha sido para nosotros el profesor Santiago Grisolía: el faro iluminador de la ciencia en la Comunitat Valenciana. El alma que impregnó de ciencia el renovado humanismo de esta tierra.
Santiago –nunca me dejó anteponerle el «don» tan merecido– era una persona optimista, un joven que dentro de cinco meses iba a cumplir cien años. Un siglo de vida fecunda. Todos esperábamos ese momento con ilusión. Lo dábamos por seguro. Porque el profesor Grisolía, con su vitalidad y ese brillo permanente en su mirada, parecía desafiar todas las leyes de la naturaleza.
Grisolía, nuestro mejor científico, ha sido el átomo fundamental para activar la ciencia valenciana. El hombre que había nacido antes que la penicilina y que impulsó para la Unesco los estudios del genoma humano. Un gigante entre dos mundos: el de ayer y el de mañana. El president del Consell Valencià de Cultura resultó una persona tan sabia que, como los auténticos maestros, entendió que la sabiduría anida en la humildad. Fue una persona tan preclara como para decir: «Lo importante en la vida no son los trabajos, los honores o el dinero, sino lo que uno puede hacer por los demás».
Esa mirada generosa moldeó los dos rasgos que más he admirado en él. Desde el primer día que lo conocí hace cuarenta años –y tiempo después, cuando el president Lerma me encargó la colaboración de la Generalitat con el profesor Grisolía para la puesta en marcha de los premios Rei Jaume I–, me impresionó su visión humanista de la ciencia. Me asombró su superación de las fronteras en el conocimiento y la reivindicación ilustrada de la razón. Con él, uno aprendía que no había que elegir entre ser de letras o de ciencias. El conocimiento y la razón, fundamentos de una sociedad libre, solo tienen un bando. Lo contrario son las tinieblas. Y por eso el profesor era nuestro faro: porque nos conducía siempre hacia la luz. Un faro apasionado que aportó –y yo diría que ese fue su mayor «descubrimiento»– unos galardones que han situado a la ciencia española más cerca de lo que le corresponde en la sociedad, en la economía, en las aulas. Con su sueño de los Jaume I, que en seguida fue el nuestro, lideró una suerte de revolución democratizadora de la ciencia que iba más allá del laboratorio.
Esa mirada transversal explica un segundo atributo cívico del profesor: su firme compromiso con la sociedad y su defensa de la institucionalidad. El profesor Grisolía fue un ciudadano que vivió una parte fundamental de su vida en Estados Unidos, donde conoció al presidente Truman. Allí se impregnó de los mejores valores de la democracia. Tal vez por eso entendió la lealtad institucional como piedra angular de su aportación a la sociedad. Desde esa lealtad exigía siempre un impulso público y privado a la ciencia. No hablaba en abstracto. Hablaba aquel chaval perenne que, con solo catorce años, había conocido la trascendencia de la medicina trabajando en un hospital de guerra que controlaba la CNT. Hablaba el hombre al que el tiempo le dio la razón: la frontera entre la vida o la muerte en la actual pandemia estaba en una vacuna. En la ciencia. Y por eso pedía más para la ciencia. Porque era dar más a la sociedad, a los demás. En el hospital de guerra o en esta dura pandemia.
Hoy es un día triste. Parece increíble: ha fallecido Santiago Grisolía. Perdemos al amigo, al cómplice, al ilustre científico que llegó a ser distinguido con el premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica. Perdemos mucho. Pero el profesor, que siempre iba un paso por delante de nosotros –ya fuera a pie o en silla de ruedas–, ya tuvo en cuenta que un día se marcharía. Y, como buen sabio, nos dejó el faro construido y con una luz eterna. Ese es su gran legado: los Premios Rei Jaume I. Que distinguen la excelencia, el esfuerzo, el talento. Que prestigian la ciencia. Que la imbrican más en la sociedad. Que nos señalan el horizonte: la luz para alejar las tinieblas. Esa ha sido su última lección. Gracias, profesor. Gracias, Santiago.