Acostumbrémonos a la confusión
Según qué medio de comunicación leamos o que articulistas y contertulios sigamos, se muestra ante nosotros una realidad que en muchos casos es antagónica de la otra. Tenemos ejemplos todos los días. Uno de los últimos es la acusación al fiscal general. Lo que para unos es la ocultación de las pruebas de un delito, para otros no es más que un bulo del jefe de gabinete de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez. Otro caso, el del hermano del presidente Sánchez. En una versión, lo relevante es que no sabía ni siquiera dónde tenía el despacho; en la otra, que lo importante era llevar ópera a los pueblos.
Como se ve, vivimos una auténtica ceremonia de la confusión, a la que algunos pretenden ponerle coto leyendo todas las versiones contrapuestas de los hechos para ver si así sacan el agua clara del pozo de la información, que debería ser única y veraz.
El asunto se ha agudizado con las redes sociales, en las que cada uno dice la suya como si fuese la verdad objetiva, sin manera alguna de demostrar su veracidad. Para eso, las principales redes establecieron un sistema de verificación, con una única versión oficial de los hechos que diese al trasto con todo tipo de noticias falsas. Lo malo es que ¿quién establecía esa verdad objetiva?, ¿con qué criterios?, ¿qué tipo de algoritmos aplicaba?
Se demostró que esa oficialización de la verdad, en manos de alguien ajeno y necesariamente partidista era un remedio peor que la enfermedad, por lo que X (antes Twitter), Facebook e Instagram han prescindido de esos omniscientes verificadores y los han sustituido por comentarios a pie de página de lectores disconformes con lo publicado.
Ése es el reconocimiento de que a falta de versiones incontestables tenemos que acostumbrarnos a vivir con la confusión y sólo usar nuestro buen criterio para salir de dudas.